Desde 1991 el balonmano ha sido la sintonía de mi vida. En lo que mi memoria alcanza a recordar son varios los artistas que me han deleitado con sus acordes, uno de ellos el maestro Laszlo Nagy, autor de múltiples y grandiosas melodías que han sido de mucha ayuda para componer el hilo musical del balonmano durante las dos últimas décadas.
Sus notas musicales han fluido allá por donde ha pasado y siempre lo ha hecho con virtuosidad. Así sucederá hasta el día en el que sus composiciones dejen de sonar por las pistas de balonmano. Ese día llegará el próximo fin de semana, cuando el Lanxess Arena, un marco incomparable, se convertirá en su último escenario.
Siento personalizar este texto sobre una leyenda como es Laszlo Nagy, pero el cuerpo me lo pide. Y es así porque el balonmano corre por mis venas desde mi nacimiento, lo llevaba en el ADN, muchos de mis recuerdos de infancia van pegados a un balón. Avanzó mi niñez y mis primeras remembranzas nitidas ligadas al balonmano de élite llegaron con la entrada en el siglo XXI. Probablemente (casi con toda seguridad) este no será mi primer gran recuerdo pero sí que con toda claridad mi memoria es capaz de llevarme hasta la temporada 2001/2002 para rememorar mi primer encuentro con Laszlo Nagy, por aquel entonces un jovenzuelo y prometedor Laszlo Nagy.
El Teucro jugaba contra el FC Barcelona y por aquel entonces, con 10 años, yo ya sentía atracción por aquellas jóvenes perlas que apuntaban a figuras mundiales. Por eso, sin razón justificable, ante un equipo blaugrana plagado de estrellas mi gran preocupación era hacerme con la firma de ese tal Nagy del que tan bien hablaba,. Incluso alguien, no recuerdo quien, me se había atrevido a decirme que estaba ante el que acabaría siendo el mejor jugador del mundo.
Los jugadores del FC Barcelona de Valero Rivera salían uno a uno del vestuario después de haber derrotado al conjunto pontevedrés. Pero no había rastro de ese tal Laszlo Nagy. Era imposible que hubiera pasado por delante, sus más de 2 metros rápidamente le habrían delatado. Ante mi incertidumbre, alguien se me acercó preguntándome a quién esperaba, mi respuesta fue rotunda “a Laszlo Nagy”. Aquella amable persona me dijo que esperase y al cabo de un par de minutos me dijo que le acompañase. Él me llevó hasta la puerta de un vestuario desde el que salió una voz que decía que podía pasar. Cargado de timidez me adentré en ese vestuario y allí estaba sentado el joven Laszlo Nagy, acompañado de otras dos personas. El húngaro, que estaba esperando para pasar el control antidoping intercambió unas pequeñas palabras, ya en perfecto castellano, y me regaló ese autógrafo que tanto ansiaba. Ya tenía en mi poder su firma, un recuerdo del que podía llegar a ser el mejor jugador del mundo.
Aquella firma, aquel recuerdo que Nagy me había regalado no sé dónde habrá ido a parar pero el recuerdo de haber coincidido con esa estrella en ciernes jamás se me olvidará. Años después lo he visto convertirse en un verdadero icono de este deporte, lo he visto ganarlo todo con el FC Barcelona, pelear por éxitos impensables con la selección húngara y acabar en un Veszprém que parecía alejarse de la élite y que devolvió a lo más alto alcanzando la Final4 en cuatro ocasiones.
A Laszlo Nagy lo he podido disfrutar en televisión en imnumerables ocasiones y, por suerte, unas cuantas veces en directo. En definitiva, he presenciado infinidad de actuaciones de este talento inimitable que probablemente se vaya a despedir como el mejor lateral derecho de la historia.
Este fin de semana será su último concierto, su última gran actuación. Sin ninguna duda el público acabará rendido ante sus últimos acordes, eso está garantizado, pero su despedida, para un jugador de su raza competitiva, no será perfecta e inolvidable si la última pieza que toque no lo hace como tributo a Freddie Mercury.